MARIO CANUTILLO


Mario

Mario Canutillo era el nombre de un muchacho criado en las faldas de no pocas mujeres; su padre, mercero, cuidaba de él mientras trabajaba, por lo que estaba acostumbrado a los mimos que recibía de las voluptuosas clientas.
A sus pocos años, estaba más que harto de jugar con sostenes, bragas, camisones y todo ese tipo de ropa interior, clásica o moderna, retraída o provocativa, recatada o generosa y de todos los colores y tallas. Más de una vez, mientras su padre colocaba agujas aquí y allá para ajustar una prenda, Mario ayudaba a sujetar y a medir.
       Su larga estancia en la mercería, desde casi recién nacido, le había proporcionado una experiencia y conocimiento asombrosos respecto a asuntos que, niños bastante mayores que él, ni siquiera podían imaginar.  Sabía cómo era el tacto de unos enormes senos, el roce de su cara y labios con pechos desnudos era habitual, pero además, al ser Mario un chico tan supuestamente inocente y sacando provecho a esa cualidad, tocaba y tocaba senos como quien juega con un peluche, al tiempo que se metía entre el calor de muslos envolventes para conocer sin ser sentido, el sexo acuoso y oloroso de los fluidos femeninos.
       Las mujeres que visitaban la mercería, solían entretener al niño entre disfrute innato y deseos de darle un cariño que supuestamente necesitaba por ser huérfano de madre desde su nacimiento. Medio pueblo había saciado la sed de néctar lechoso de ese mamoncete que era nombrado por su forma tan distinta de mamar; no pocas mujeres habían gozado de un orgasmo mientras  sus pezones ardían en el calor de su boca y sentían entre su monte de Venus la presión de un falo que prometía ser desmesurado y aventurero.
Se podría pensar que Mario era un crío con suerte, siempre iba bien vestido, amañado, limpio, guapete y con cara de ángel, pero como ustedes pueden suponer, nadie sabía en realidad cómo era Mario, sus preocupaciones, sus miedos, sus necesidades; “todo el mundo se ocupaba de él” pero todo trato era superficial, era como un juguete al alcance de mujeres aburridas, cariñosas que otorgaban su atención durante algún tiempo y luego desaparecían sin llevarse ninguna responsabilidad con ellas. Su padre apenas tenía tiempo de cuidarlo adecuadamente, pero por otra parte no tenía la sensación de que Mario necesitara nada que no recibiera ya de sus atentas clientas.
     Un día que la peluquera lo llevó al jardín de la arboleda, mientras jugaba, encontró entre el barro y las acículas del pinar, un preservativo que confundió con un globo y corriendo lo llevó a su cuidadora para que ésta lo inflara.
      Ramona la peluquera, de pechos exuberantes y enormes, prefirió explicarle lo que aquello era en realidad y proporcionarle, digo proporcionarse, un placentero metesaca instructivo con el chavalillo. La trastienda de su negocio mantuvo absorto durante no poco tiempo a Mario. Nunca compartiría con nadie su secreto para disfrutar de esas experiencias didácticas durante varios años.
      Con apenas diecinueve años, Mario se había convertido...

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